viernes, 13 de marzo de 2009
El socialismo
Ilustración: "Cosecha", obra de Andrea Zucol
TEXTO ORIGINAL DE MAX WEBER
El socialismo (1918)
Muy distinguidos señores:
Es la primera vez que me cabe el honor de dirigir la palabra al círculo de oficiales del real e imperial ejército, y por eso comprenderán ustedes que me resulte un tanto embarazoso. Sobre todo, porque me son desconocidas por completo las circunstancias internas del funcionamiento del real e imperial ejército; esas condiciones previas determinantes de las que depende la influencia de la oficialidad sobre la tropa. Huelga decir que el oficial de la reserva y de la milicia no pasa nunca de ser un mero aficionado, y ello no sólo porque le falta la preparación científico-militar, sino también porque le falta el contacto permanente con el sistema nervioso interno de la institución. De cualquier modo, sin embargo, una persona que, como yo, ha estado sirviendo algunas temporadas durante varios años en el ejército alemán en los más diversos lugares de Alemania, cree tener la suficiente idea de las relaciones entre oficiales, suboficiales y tropa como para, por lo menos, poder juzgar qué clase de influencia es posible y cuál difícil o imposible. Naturalmente, en lo que concierne al ejército real e imperial no tengo la menor idea al respecto. Todo lo más que sé de su situación interna es que en su seno existen problemas de tipo practico realmente ingentes, que para mí se derivan simplemente ya del lenguaje mismo. Algunos oficiales de la reserva del ejército real e imperial han intentado explicarme repetidas veces cómo se consigue mantener ese contacto con la tropa que se requiere, precisamente, para ejercer cualquier tipo de influencia sobre ella más alla de lo estrictamente oficial, y ello aun sin conocer propiamente su lenguaje. Por lo que a mí respecta, sólo puedo hablar a partir de mi experiencia alemana, de modo que, para empezar, me voy a permitir hacer algunas observaciones previas sobre la forma con que se ha desarrollado dicha influencia entre nosotros.
Estas observaciones las voy a hacer «mirando desde abajo». Me explicaré: en mis viajes por Alemania, a veces frecuentes, me había impuesto como norma viajar siempre en tercera clase, a no ser que se tratara de viajes muy largos y me esperara un trabajo muy fatigoso. De ese modo, con el paso del tiempo conseguí entrar en contacto con muchos centenares de personas que volvían del frente, o se dirigían a él, precisamente en una época en que se había empezado a practicar entre nosotros lo que se entendía como una campana de instrucción a cargo de los oficiales. Gracias a ello, y sin haberme propuesto de antemano aprovechar la ocasión para preguntar a la gente o hacer que me contaran cosas, escuché opiniones de lo más diversas sobre el asunto. Por donde he de añadir que casi siempre fueron hombres de mucho fiar, que creían firmemente en la autoridad de los oficiales; sólo en muy contadas ocasiones me encontré con alguien que tuviera una postura distinta. y el caso era siempre éste: que muy pronto se tendría que reconocer inevitablemente la enorme dificultad que entrañaba dicha campana de instrucción. Un asunto en concreto era lo siguiente: tan pronto empezaba a surgir la sospecha de que lo que se pretendía era fomentar directa o indirectamente una política de partida, sea de la índole que fuera, la mayoría de la gente se volvía recelosa. Pues ocurría que cuando iban a casa de permiso se juntaban con sus amigos de partido, y después resultaba lógicamente difícil mantener una relación de verdadera confianza con ellos. Existía, asimismo, otra dificultad no menor: es cierto que la gente reconocía sin reparos la competencia del oficial en materia militar; así lo he podido comprobar siempre y en todas partes, por más que, naturalmente, también en Alemania se lanzaba en ocasiones algún que otro improperio unas veces contra los mandos, otras contra cualquier otra cosa; sin embargo, en principio no se ponía nunca en duda la autoridad. Con lo que sí podía encontrarse uno, por el contrario, era con el siguiente parecer: al fin y al cabo, cuando se nos instruye por parte de los oficiales sobre nuestra vida privada y cuando a ella atañe no se puede olvidar el hecho de que la oficialidad pertenece a un estrato profesional distinto del nuestro, y que el oficial, aun con toda su mejor voluntad, no puede hacerse cargo de nuestra situación en igual medida que nosotros mismos, que somos quienes estamos tras la máquina o el arado. Esto es lo que una y otra vez se ponía de manifiesto en buena cantidad de opiniones, en parte ingenuas, por lo que a mí me daba la impresión de que por culpa de una forma equivocada de instrucción podía quedar mermada la autoridad de los oficiales también en el terreno de lo militar, donde resulta absolutamente indiscutible, y ello porque la gente no aceptaba incondicionalmente dicha autoridad en aquellos ámbitos que consideraba como terreno suyo propio. No ahora, aunque sí en otro tiempo, se ha cometido a menudo otro error en la polémica con el socialismo. Por muy buenas razones se ha desistido ya hace tiempo de seguir la táctica, otrora empleada por los adversarios de la social-democracia, de confrontar a los obreros con este reproche relativo a los funcionarios sindicales y del partido: «Bien mirado, ésos son los que viven, en el sentido material de la expresión, de los cuartos de los obreros, y bastante más que los empresarios.» Porque obvia decir que a ello replicara cualquier obrero como sigue: «Naturalmente que viven a mis expensas. Efectivamente, yo les pago. Pero precisamente por eso me son leales, dependen de mí, y sé que así se obligan a defender mis intereses. Que no se me venga, pues, con ésas. Eso bien vale los cuatro cuartos que me cuesta.» Con razón, pues, se ha renunciado a intentar desacreditar por esa vía al grupo de intelectuales encargados en todas partes de elaborar las consignas, los lemas y, díganlo ustedes, sin reparo ninguno, los tópicos vacíos con que se opera sin excepción en todos los partidos, incluidos, naturalmente, también los partidos de izquierda y el partido socialdemócrata. En mi opinión, hay que congratularse especialmente de que en Alemania se haya establecido un saludable modus vivendi con los sindicatos. Cada cual es libre de pensar como quiera sobre los sindicatos. También ellos cometen necedades. No obstante, precisamente desde el punto de vista militar ha sido muy inteligente adoptar esa postura frente a los sindicatos. Pues, al fin y al cabo, representan algo que también es peculiar de las instituciones militares. Dejemos de lado la opinión que cada cual pueda tener respecto de la huelga. La mayoría de las veces se trata de una lucha de intereses, de una lucha salarial. Pero muy a menudo se lucha no sólo por un aumento de salario, sino también por cosas ideales: por el honor tal como lo quieren entender los obreros —lo que con ello se significa es algo que cada cual define para sí —. El sentido del honor, la solidaridad entre los camaradas en una fábrica o en un mismo ramo profesional los mantiene unidos, y ése es, en definitiva, un sentimiento sobre el que también descansa la cohesión de las instituciones militares, sólo que la orientación no es la misma. Y como, nos guste o no, no existe ningún medio para eliminar las huelgas — lo único que se puede es elegir entre asociaciones de este tipo reconocidas públicamente o clandestinas —, me parece sensato incluso desde el punto de vista militar situarse en el plano de un hecho como éste: las cosas son así, y mientras uno pueda componérselas con dichas personas, y éstas, por su parte, no pongan en peligro intereses militares, hay que pactar con ellas igual que, de hecho, ha ocurrido en Alemania. Esta es mi opinión personal.
Ahora quisiera entrar ya en el tema por cuyo motivo he tenido el honor de ser invitado por ustedes, que es de una naturaleza tal, que se necesitaría todo un semestre para poder tratarlo en profundidad (ése es el tiempo que se suele dedicar para exponer materias como ésta a estudiantes universitarios avanzados): la situación del socialismo y qué postura adoptar frente a él. Para empezar, he de advertir que existen «socialistas» de las más variadas clases. Hay gente que se llama socialista, pero a la que ni un solo socialista de partido, sea de la orientación que sea, reconocería nunca como tal. Todos los partidos de naturaleza socialista pura son hoy en día partidos demócratas. Me gustaría empezar haciendo precisamente unas concisas reflexiones sobre este carácter demócrata. ¿Qué se entiende hoy por demócratas? Este punto tiene mucho que ver con el tema. Naturalmente, aquí solo puede tratarlo con toda brevedad. Democracia puede significar cosas enormemente dispares. Aunque, ben mirado, sólo viene a significar esto: que no existe ninguna desigualdad formal en cuanto a los derechos políticos entre las distintas clases de la población. ¡Pero qué consecuencias más distintas puede tener eso! En la democracia de corte antiguo, en los cantones suizos de Uri, Schwyz, Unterwalden, Appenzell y Glarus, se congregan todavía hoy día todos los ciudadanos en una gran plaza — en Appenzell son 12.000 personas con derecho a voto; en otros sitios, de 3.000 a 5.004 —, y tras las debidas deliberaciones votan sobre todos los asuntos, desde la elección del «Landammann» hasta una nueva ley fiscal o cualquier otro asunto de la administración, levantando la mano. Sin embargo, si recorren las listas de los «Landammann» que han venido siendo elegidos desde hace cincuenta o sesenta anos en esta democracia suiza de viejo estilo, les resultara chocante lo a menudo que se repiten ciertos nombres, o cómo hay determinadas familias que han detentado estos cargos ya desde antiguo; es decir, que ha existido ciertamente una democracia de derecho, pero que esta democracia ha sido administrada de hecho aristocráticamente. Y ello por una razón tan sencilla como la de que a todo comerciante no le era posible desempeñar el cargo de «Landammann», por ejemplo, sin abandonar su negocio a la ruina. Había de tratarse de alguien «disponible» en sentido económico, y eso sólo puede serlo, por lo general, una persona que tenga bienes. O ha de estar muy bien pagado y tener la vida asegurada mediante una pensión. A la democracia no le queda más que esta alternativa: o ser administrada de manera barata por gente rica a base de que los cargos sean honoríficos, o de manera cara por funcionarios profesionales a sueldo. Esto último, la creación de un cuerpo de funcionarios profesionales, es el destino que les espera a todas las democracias modernas en que no basta para su funcionamiento el cargo honorífico, o sea, a los Estados con grandes masas de población. En esa situación se encuentra ahora América. Teóricamente, las cosas están allí igual que en Suiza. La elección de una gran parte de los funcionarios de cada Estado y del presidente de toda la Unión, no se realiza mediante asambleas federales, pern sí mediante el voto directo o indirecto. El presidente nombra al resto de funcionarios de la Unión. La experiencia que se ha hecho en esto es que, en general, los funcionarios nombrados por el presidente elegido superan con mucho en cuanto a la calidad de su rendimiento y, sobre todo, en cuanto a su integridad a los funcionarios salidos de las elecciones populares, y ello porque, lógicamente, al presidente y al partido que lo apoya los hacen responsables los electores de que los funcionarios por ellos nombrados posean, cuanto menos en cierta medida, las aptitudes que el elector espera de los mismos.
Pero este tipo de democracia americana, basado en que cada cuatro años, cuando cambia el presidente, tienen que cambiar, además, los 300.000 funcionarios que a él le corresponde nombrar, así como, también cada cuatro anos, todos los gobernadores de los respectivos Estados y sus correspondientes miles de funcionarios, este tipo de democracia está llegando a su fin. Lo que hasta ahora se tenia era una administración de diletantes; pues todos estos funcionarios, designados por el partido, eran nombrados según el principio de que habían servido al partido y como recompensa se les daba el cargo. Su cualificación profesional no importaba gran cosa; hasta hace poco no se reconocía formalmente en la democracia americana ninguna clase de examen o algo similar. Antes al contrario: a menudo se mantenía el criterio de que, por así decirlo, el cargo debía pasar por turno de unos a otros para que todos pudieran pasar una vez por el abrevadero.
Sobre esto he hablado muchas veces con obreros americanos. El verdadero obrero americano yanqui ocupa un nivel muy alto en la escala de salarios y de capacitación. El salario de un obrero americano supera el de más de un profesor supernumerario de universidad. Son personas que han asimilado por completo las formas de la sociedad burguesa, que se presentan en público con chistera y acompañados de sus esposas —que quizá no tienen tantos modales o tanta elegancia como una «lady», pero que, por lo demás, se comportan exactamente igual que ella —, mientras que los emigrantes venidos de Europa fluyen hacia las capas inferiores de la sociedad. Cuando se me presentaba la ocasión de hablar con alguno de tales obreros yo solía decirle: no comprendo cómo os dejáis gobernar por la gente que os han puesto en esos cargos, pues como del sueldo que cobran tienen que entregar una parte en concepto de cuota al partido, y, como al cabo de cuatro años han de abandonar su cargo sin derecho a pensión, es lógico que procuren sacarle todo el jugo posible: ¿cómo, pues, os dejáis gobernar por ese grupo corrompido que os roba a ojos vistas centenares de millones? La respuesta típica que se me solía dar, y que con el permiso de ustedes quiero repetir ahora literalmente en toda su crudeza, era ésta: «Da lo mismo. Hay bastante dinero para ser robado y siempre quedará algo de sobra para que otros puedan ganar su parte —también nosotros —. Nosotros escupimos a esos professionals, a ecos funcionarios; los despreciamos. Pero si ocupara los cargos una clase con estudios y títulos, como ocurre entre vosotros, serían ellos entonces los que nos escupirían a nosotros.»
Eso era lo más decisivo para ellos: el miedo de que se creara un cuerpo de funcionarios tal como el que ya existe en Europa; una plantilla permanente de empleados públicos profesionalmente capacitados y especializados en las universidades.
Naturalmente, ya hace mucho que ha llegada el momento en que tampoco América puede ser gobernada por simples aficionados. El cuerpo de funcionarios profesionales se va ampliando a gran velocidad. Se ha introducido el examen de aptitud profesional. De momento, sólo formalmente obligatorio para determinados funcionarios de índole algo más técnica, pero cada vez se va extendiendo más. Entre los funcionarios que han de ser nombrados por el presidente ya hay actualmente unos cien mil que sólo pueden recibir su nombramiento tras haber pasado un examen. Con ello se ha dado el primero y más importante paso de cara a una reforma de la antigua democracia. Y con ello también ha empezado la universidad americana a desempeñar un papel totalmente distinto al de antes, a la vez que se ha transformado radicalmente su espíritu. Pues, cosa que no siempre se tiene en cuenta fuera de América, han sido las universidades americanas y las clases sociales en ellas educadas, y no los proveedores de armamento que operan en todos los países, los promotores de la guerra. Cuando estuve allí en 1904, sobre lo que más me preguntaban los estudiantes americanos era sobre esto: cómo se realizan en Alemania los duelos entre estudiantes y cómo se procede para hacerse la típica cicatriz en la cara. Tenían esto por una institución caballeresca; también ellos querían tener un deporte así. Lo serio de este asunto es que la bibliografía propia de mi especialidad había hecho suyo este sentir. La conclusión que pude sacar precisamente de las mejores obras de entonces fue ésta: «Hay que felicitarse de que la economía mundial haya tomado un rumbo tal, que se acerca el momento en que se va a hacer lucrativo (a sound business view) arrebatarse unos a otres el comercio mundial por medio de la guerra; entonces se acabarán, por fin, para nosotros los americanos los tiempos en que no éramos más que simples acaparadores de dólares sin dignidad; entonces volverá a regir el mundo el espíritu guerrero y caballeresco.» Como se ve, se imaginaban la guerra moderna al estilo de lo ocurrido en la batalla de Fontenoy, donde el heraldo francés había pregonado a los enemigos ingleses: «¡Caballeros ingleses, les toca disparar a ustedes primero!» Consideraban la guerra como un deporte entre caballeros, que vendría a reemplazar esta sucia caza tras el dinero por una especie de sentimiento distinguido. Ya ven: esta casta juzga a América exactamente como, por
la experiencia que yo tengo, es juzgada a menudo en Alemania, y saca también, por su parte, las consecuencias al respecto. De esta casta han salido los estadistas más importantes. El resultado que esta guerra tendrá para América sera el de que se convertirá en un Estado con un gran ejército, con un cuerpo de oficiales y un aparato burocrático. Por entonces ya tuve ocasión de hablar con oficiales americanos que estaban muy poco de acuerdo con las exigencias que les planteaba la democracia en su país. Una vez, por ejemplo, estaba yo con la familia de una hija de un colega, y la sirvienta se les acababa de ir; allí valía para el personal de servicio un plazo de despido de sólo dos horas. En ésas llegaron los hijos, cadetes de la marina, y la madre les dijo: «Tenéis que salir ahora a barrer la nieve, porque, si no, me va a costar cien dólares de multa al día.» Los hijos acababan de estar con oficiales de la marina alemana y replicaron que eso desdecía de elles. A lo que dijo la madre: «Si vosotros no lo hacéis, tendré que hacerlo yo.»
Esta guerra le reportará a América el desarrollo de una burocracia y, de ese modo, oportunidades de ascenso a la gente salida de las universidades (que es su lógica consecuencia); en suma: se pondrá en marcha una europeización de América con la misma velocidad, per lo menos, con que se dice que esta sucediendo la americanización de Europa. La democracia moderna, cuando se trata de grandes potencias, se convierte en una democracia burocrática. Y así tiene que ser, pues en ella se sustituye a los aristócratas de alcurnia o a otros funcionarios no remunerados por un cuerpo de funcionarios a sueldo. Es inevitable, y eso es lo primero con que también ha de contar el socialismo: la necesidad de una capacitación profesional de varios años, de una especialización profesional cada vez más intensa y de una dirección a cargo de un cuerpo de funcionarios preparados al efecto. De otra forma no es posible dirigir la economía moderna.
Esta inevitable burocratización universal es lo que, muy en particular, se esconde tras una de las frases socialistas más citadas: la de la «separación del obrero de los medios de producción». ¿Qué significa eso? El obrero, se nos dice, está «separado» de los medios materiales con los que produce, y en esta separación se basa la esclavitud salarial a que se ve sometido. Al decir esto se piensa en el siguiente hecho: en la Edad Media, el trabajador era dueño de los utensilios con que producía, mientras que un asalariado de hoy, evidentemente, ni lo es ni lo puede ser, y ello tanto si la mina o la fabrica en cuestión son explotadas por un empresario privado, como si lo son por el Estado. 'También significa lo siguiente: el artesano compraba él mismo las materias primas que transformaba, cosa que no ocurre ni puede ocurrir hoy en el caso del asalariado; consecuentemente, el producto quedaba en la Edad Media y queda todavía donde sigue existiendo el artesanado a la libre disposición de cada artesano, que podía venderlo en el mercado y explotarlo en provecho propio, mientras que en las grandes fábricas de hoy no queda en propiedad del obrero, sino de quien es dueño de estos medios de producción, bien sea, como ya se indicaba antes, el Estado, bien sea un empresario privado. Esta es la verdadera situación actual, pero se trata de una situación que de ningún modo es peculiar del proceso de producción económico. Eso mismo constatamos también, por ejemplo, en el ámbito de la universidad. El antiguo profesor o catedrático de universidad trabajaba con la biblioteca y los medios técnicos que él mismo encargaba y adquiría, y así producían los químicos, por poner un caso, todas aquellas cosas que necesitaban para trabajar científicamente. El grueso de quienes trabajan hoy en la universidad moderna, especialmente los trabajadores de los grandes institutos, se encuentran a este respecto exactamente en la misma situación que cualquier obrero. Pueden ser despedidos en todo momento. Dentro de las dependencias del instituto no tienen otros derechos que los obreros en el recinto de la fabrica. Al igual que éstos, también ellos han de someterse al reglamento fijado. No tienen ningún derecho de propiedad sobre los materiales o aparatos, máquinas, etc., que se utilizan en un instituto físico o químico, en uno anatómico o clínico; todo eso es de propiedad pública, aunque bajo la administración del director del instituto, que se encarga de cobrar las tasas correspondientes; el asistente, por su parte, percibe un sueldo que no difiere esencialmente del de un obrero cualificado. Exactamente lo mismo encontramos en el ejército. El Caballero de otrora era dueño de su caballo y de su armadura. De alimentarse y armarse tenia que ocuparse él por su cuenta. La constitución militar de entonces se basaba en el principio del autoequipamiento. Tanto en las ciudades antiguas, como también en los ejércitos de caballeros feudales de la Edad Media, cada uno se tenía que agenciar su armadura, su lanza y su caballo, y traerse los víveres. El ejército moderno surgió en el momento en que se introdujo el menaje de los soberanos, es decir, cuando el soldado y el oficial (que ciertamente son algo distinto del funcionario, pero que en este sentido son equiparables a él) dejaron de ser dueños de los instrumentos bélicos. En esto se basa, precisamente, la cohesión de los ejércitos modernos. También por eso no tuvo posibilidad durante mucho tiempo el soldado ruso de huir de las trincheras, ya que existía este aparato del cuerpo de oficiales, de la intendencia y de los demás funcionarios, y todos sabían en el ejército que su existencia entera y, por supuesto, su alimentación dependían de que funcionara este aparato. Todos ellos estaban «separador» de los instrumentos bélicos, al igual que el obrero lo está de los medios de la producción. En la misma situación que un Caballero se hallaba un funcionario de la época feudal, es decir, un vasallo investido de la soberanía administrativa y judicial. Tenía que pagar de su propio bolsillo los gastos de la administración y de la justicia, y para ello recaudaba impuestos. Estaba, pues, en posesión de los medios administrativos. El Estado moderno surge a raíz de que el soberano incorpora eso a su propio menaje, emplea a funcionarios a sueldo y con ello consuma la «separación» de los funcionarios de los medios de trabajo. Por todas partes, pues, lo mismo: los medios de producción en el seno de la fábrica, de la administración pública, del ejército y de los institutos universitarios quedan concentrados merced a un aparato humano burocráticamente organizado en las manos de quien rige este aparato. Esto se debe, en parte, a razones de tipo puramente técnico, a la naturaleza de los modernos medios de producción: máquinas, cañones, etc.; pern en parte, también, sencillamente a la mayor eficacia de esta clase de acción conjunta de las personas: al desarrollo de la «disciplina», de la reglamentación del ejército, de la administración, del taller, de la empresa. De cualquier modo, es un error grave considerar que esta separación del obrero de los medios de producción es algo exclusivo y peculiar de la economía privada. Este estado fundamental de las cosas no cambia lo más mínimo cuando se sustituye a la persona que rige dicho aparato; cuando, por ejemplo, manda en él un presidente estatal o un ministro, en lugar de un fabricante privado. La «separación» de los medios de producción sigue persistiendo en cualquier caso. Mientras existan minas, altos hornos, ferrocarriles, fábricas y máquinas, nunca serán propiedad de uno solo o de varios obreros en idéntico sentido a como los medios de producción de un ramo artesanal eran en la Edad Media propiedad de un maestro gremial, de una cooperativa artesana local o de todo un gremio. Eso es algo que queda excluido por la naturaleza misma de la técnica moderna.
Frente a este hecho, ¿qué puede significar, pues, socialismo? (como ya hemos señalado, este término es susceptible de múltiples acepciones. Esto es lo que, habitualmente, se piensa como opuesto a socialismo: sistema de economía privada, esto es, un orden en que el abastecimiento de la demanda económica esta en manos de empresarios privados, o sea, se lleva a cabo a base de que estos empresarios se procuran mediante contratos de compra y de trabajo los medios materiales de producción, el personal administrativo y la mano de obra, y producen bienes y los venden en el mercado bajo su propio riesgo económico y con la esperanza de obtener una ganancia.
Este sistema de economía privada ha sido caracterizado por la teoría socialista con el emblemático título de «anarquía de la producción», porque todo depende en él de que el interés particular de cada empresario en la venta de sus productos, su interés en obtener una ganancia, funcione de tal modo que, a impulso suyo, quede asegurado el abastecimiento de cuantos necesitan estos productos.
Ahora bien: la cuestión de qué necesidades han de ser cubiertas de manera empresarial en una sociedad dada, es decir, por el sector privado, y cuáles no lo pueden ser de manera privada, sino —en el sentido más amplio de la palabra— socialista, o sea, de acuerdo con una organización planificada, ha ido variando a lo largo de la historia.
En la Edad Media hay repúblicas que, por ejemplo Génova, llevaron a cabo sus guerras coloniales en Chipre a través de sociedades en comandita por acciones, las así llamadas «maonas». Estas sociedades reunían el dinero necesario, contrataban a los correspondientes mercenarios, conquistaban el país, recibían la protección de la república y, naturalmente, explotaban los territorios para su particular beneficio a base de plantaciones agrícolas o del cobro de tributos. De manera semejante fue conquistada la India para Inglaterra por medio de la East India Company. El condotiero de finales de la era renacentista italiana también pertenecía a esta misma categoría. El último de elles, Wallenstein, también reclutaba sus huestes en nombre propio y con su dinero, a sus arcas iba a parar una parte del botín que hacía su ejército y, por supuesto, solía poner como condición que el príncipe, rey o emperador le abonara una determinada suma en pago por su actuación y para cubrir sus gastos. Todavía en el siglo XVIII, aunque con algo menos de autonomía, el coronel era un empresario que tenía que encargarse él mismo de alistar y vestir a los reclutas, y que, aunque para equiparse recurría en parte a los almacenes del príncipe, actuaba siempre a riesgo propio y en beneficio personal. Así pues, se consideraba como algo de lo más normal que las empresas bélicas se llevaran a cabo como un negocio privado, cosa que hoy nos parecería intolerable.
Por otro lado, a ninguna ciudad ni a ningún gremio de artesanos del Medievo les habría resultado jamás imaginable que se pudiera confiar al libre comercio, sin más, el abastecimiento de cereales de la ciudad, o el aprovisionamiento del gremio con las material primas imprescindibles que había que importar para que los maestros pudieran hacer su trabajo. Al contrario: ya desde antiguo, en Roma a gran escala, y durante toda la Edad Media, tenía que encargarse de ello la propia ciudad y no el libre comercio, que sólo intervenía en plan de complemento. Algo semejante ocurre ahora en los tiempos de la economía de guerra, en que existe una cooperación, una «estatalización», como está de moda decir hoy, de amplios sectores de la economía.
Lo característico de nuestra situación actual es que la economía privada, unida a una organización burocrática también privada y, por tanto, con separación del obrero de los medios de producción, se ha apoderado de un sector que en toda la historia hasta ahora jamás había ostentado con tal claridad ambas características a la vez, el sector de la producción industrial. Eso, por un lado; por otro, también es característico que este desarrollo coincide con la introducción de la producción mecánica en la fabrica, es decir, con una concentración masiva de los obreros en un mismo espacio local, con una sujeción a la máquina y con una común disciplina de trabajo dentro de la sala de máquinas o de la mina. Es, sobre todo, esta disciplina la que le otorga a la forma actual de «separación» del obrero de los medios de producción su nota peculiar.
De estas condiciones de vida, a partir de la disciplina del trabajo fabril, ha nacido el socialismo moderno. En todas partes, en todo tiempo y en todos los países del mundo, ha habido socialismo de las más diversas clases. Pero el socialismo moderno, en su peculiar singularidad, sólo es posible sobre esta base.
Esta sumisión a la disciplina fabril es sentida por cl obrero industrial de una manera extraordinariamente intensa, porque, por ejemplo, a diferencia de una plantación de esclavos o de una finca de vasallos feudales, la moderna empresa industrial se basa en un proceso de selección singularmente riguroso. Un fabricante de hoy no emplea a cualquier obrero que se le presente solo porque esté dispuesto a aceptar una salario bajo. Lo que hace es que lo pone a trabajar en la máquina con un salario a destajo, y le dice: «Pues bien; ahora a trabajar, y ya veremos después qué es lo que ganas.» Y si esta persona no se muestra capaz de ganarse un determinado salario mínimo, se le dirá: «Lo sentimos mucho, pern usted no aprovecha para este oficio y, en consecuencia, no podemos emplearlo.» Sera rechazado porque no se le puede sacar a la máquina todo su rendimiento si trac ella no hay alguien que sepa hacerlo. Así, o de forma similar, ocurre en todas partes. Al contrario de las explotaciones de esclavos de la antigüedad, donde el amo estaba ligado a los esclavos, la muerte de uno de ellos le suponía una pérdida de capital , la moderna empresa industrial se asienta sobre este principio de la selección; selección que, por otro lado, se agrava enormemente por la competencia que existe entre los empresarios, que obliga a cada uno de ellos a someterse a determinados máximos salariales: al imperativo de la disciplina corresponde el imperativo del salario del obrero.
Cuando hoy en día se presenta el obrero al empresario, y le dice: «Con estos salarios no podemos salir adelante; deberías pagarnos más», en nueve de cada diez casos naturalmente, en tiempos de paz y en ramos en que existe una competencia realmente fuerte puede recurrir el empresario a sus libros para replicar: «Eso no es posible; la competencia paga estos y estos salaries; si os pago a cada uno tal o cual cantidad más, desaparecen de mis libros los beneficios que podría repartir a los accionistas y ya no habría forma de mantener a flote la empresa porque los bancos no me darían más créditos.» Y muy a menudo esta diciendo sólo la pura verdad. A esto se añade, además, que la rentabilidad, bajo la presión de la competencia, depende de que se pueda prescindir de la mayor cantidad posible de trabajo humano y del que por su alta remuneración le resulta demasiado caro a la empresa, utilizando en su lugar nuevas máquinas que ahorran trabajo, o sea, substituyendo a obreros «cualificados» por «no cualificados», o por obreros de «capacitación acelerada» recibida directamente en la propia máquina. Esto es algo inevitable y que sucede de continuo.
Todo esto constituye lo que el socialismo califica de «dominio de las cosas sobre las personas», que quiere decir, de los medios sobre el fin (la satisfacción de las necesidades). Según él, mientras que en el pasado teníamos personas individuales a quienes se podía hacer responsables del destino de los clientes, siervos o esclavos, en la actualidad ya no ocurre así. Por eso no se alza contra personas, sino contra el sistema de producción en cuanto tal. Cualquier socialista científicamente instruido se negará categóricamente a hacer responsable a un empresario particular del destino que pueda sufrir un obrero, y dirá: de eso hay que hacer responsable al sistema, a la situación forzosa en que se encuentran ambas partes por igual, tanto el empresario como el obrero.
Visto ahora desde el lado positivo, ¿qué representa el socialismo frente a este sistema? En el sentido más amplio de la expresión, lo que también se acostumbra a denominar «economía colectiva». Esto es: un tipo de economía en que, en primer lugar, no existiría el afán de lucro, o sea, en que no ocurriría que los empresarios seguirían dirigiendo la producción por su propia cuenta y riesgo. En lugar de ello, estaría en manos de funcionarios de una colectividad nacional, que se harían cargo de la dirección. En segundo lugar, desaparecería obviamente la así llamada anarquía de la producción, esto es, la competencia entre los empresarios. Ocurre particularmente en Alemania, que se habla mucho en la actualidad de que, en el fondo, como consecuencia de la guerra, nos encontramos metidos de lleno en el desarrollo de una tal «economía colectiva». Habida cuenta de esto, sera oportuno señalar que, atendiendo a la forma de su organización, la economía planificada de un determinado país puede asentarse sobre dos principios esencialmente distintos entre sí. El primero correspondería a lo que hoy se viene en llamar «estatalización», sin duda conocido de toda persona que trabaje en la industria de material de guerra. Se basa en una cooperación de empresarios de un sector, coaligados entre sí, con funcionarios estatales, tanto militares como civiles. Adquisición de materias primas, consecución de créditos, precios, clientela, todo ello puede quedar de esa forma absolutamente planifica do y regulado, a la vez que se da una participación del Estado en las ganancias y en las decisiones de tales sindicatos. Se piensa entonces que el empresario actúa bajo el control de dichos funcionarios y que el Estado dirige la producción. Con ello ya se tendría, pues, el «verdadero», el «auténtico» socialismo, o se estaría camino de alcanzarlo. No obstante, en Alemania se reacciona con general escepticismo frente a esta teoría. No quiero detenerme ahora en la cuestión de cómo son las cosas en tiempo de guerra. Pero cualquiera que entienda de números vera que en época de paz no sería posible seguir llevando la economía como ahora, so pena de ir abocados a la ruina, y que una estatalización de esa índole, es decir, una sindicación forzosa de los empresarios de cada ramo y la intervención del Estado en dichos carteles, con una participación en los beneficios a cambio de conceder a aquéllos un pleno derecho de gestión, no significaría en realidad el control de la industria por parte del Estado, sino el control del Estado por parte de la industria. Y ello con resultados altamente contraproducentes. En tales consorcios se sentarían juntos los representantes del Estado y los industriales, que siempre superarían en mucho a aquéllos en conocimiento del ramo, formación comercial y capacidad de imponer sus propios intereses. En el Parlamento, en cambio, estarían los representantes de los trabajadores, que exigirían de dichos funcionarios estatales la consecución de salarios más altos, de una parte, y la de precios más bajos, de otra: al fin y al cabo, dirían, tienen el poder para hacerlo. Por otro lado, sin embargo, y para evitar la ruina de la hacienda pública, el Estado, que tendría parte en las ganancias y pérdidas de un consorcio así, estaría lógicamente interesado en mantener los precios altos y los salarios bajos. Finalmente, los miembros privados de los distintos consorcios esperarían de él que garantizara la rentabilidad de sus empresas. Un Estado que, en esta situación, actuara de ese modo, aparecería a los ojos de los trabajadores como un Estado clasista en el más puro sentido de la expresión, y dudo que eso pueda ser políticamente deseable; pero aún dudo más de si sería inteligente presentarles entonces a los trabajadores esa situación realmente como el «verdadero» socialismo, como muy fácilmente podría verse uno tentado a hacer. Pues los trabajadores se darían bien pronto cuenta de esto: que la suerte del obrero en una mina no cambia lo más mínimo porque la mina sea de propiedad privada o estatal. La vida de un minero en una mina de carbón del Sarre es exactamente igual que en una mina privada: si está mal dirigida, esto es, si es poco rentable, también a la gente le va igual de mal. Pero con la particularidad de que no se puede hacer una huelga contra el Estado y, por consiguiente, que aumenta muy considerablemente la dependencia del obrero en esta clase de socialismo estatal. Esta es una de las razones por las que la socialdemocracia se muestra reacia, en general, a esta «estatalización» de la economía, a esta forma de socialismo. Eso no es otra cosa que un consorcio tipo cartel. Lo decisivo sigue siendo el lucro. La cuestión de cuánto gana cada uno de los empresarios asociados en el cartel, del que ahora también forma parte la hacienda pública, sigue siendo el criterio que determina la dirección por la que es encaminada la economía. Y lo enojoso sería que, mientras que ahora siguen existiendo y actuando como grupos separados el cuerpo de funcionarios político-estatales y el de funcionarios privados (de los carteles, bancos y grandes industrias), con lo que, al fin y al cabo, el poder económico puede ser refrenado por el político, entonces se fusionarían ambas partes en un solo cuerpo con intereses solidarios y más alla de todo posible control. De cualquier forma, no se habría eliminado con ello el lucro como principio motriz de la producción. Y entonces sería el propio Estado como tal el que se atraería el odio de los trabajadores, que hasta ahora se concentra en los empresarios.
Por lo que a esto último se refiere, lo único que podría hacer aquí de contrapunto sustancial sería, por ejemplo, una organización de consumidores que pusiera en debate la cuestión de cuales son las necesidades que han de ser cubiertas dentro de este sector económico estatal. Ustedes ya saben que muchas cooperativas de consumo, particularmente en Bélgica, se han decidido a montar sus propias fabricas. Elevado esto a un plano general, y partiendo de que se baga cargo de ello una organización estatal, el resultado sería algo absoluta y radicalmente distinto, a saber, un socialismo de consumidores; lo que ocurre es que nadie tiene hasta ahora la menor idea sobre de dónde se podría sacar quien lo dirigiera, aparte de que sigue siendo muy enigmático si habría gente dispuesta a ponerlo en marcha. Pues como se ve por todas las experiencias hechas hasta el presente, los consumidores poseen en sí una capacidad de organización muy limitada. Es bien fácil agrupar a personal que tienen un determinado afán de lucro, si se les muestra que mediante esa agrupación van a obtener un beneficio, o se les garantiza la rentabilidad: en eso se basa la posibilidad de crear un socialismo de empresarios como el que supone la «estatalización». Por el contrario, resulta extraordinariamente difícil asociar a personas que no tienen más en común que, sencillamente, el hecho de que compran o quieren abastecerse de algo, por el motivo de que la situación entera en que se halla el comprador constituye un obstáculo para la socialización. Véase, si no, cómo incluso el hambre de ahora, por lo menos en Alemania, no ha sido capaz, o sólo lo ha sido a duras penas, de hacer que las amas de casa de la gran masa de la población aceptaran la comida de las cocinas de campaña, que todos coincidían en que era excelente y sabrosa, aparte de que resultaba incomparablemente más barata que los guisos de nada que cada uno se hacía por su cuenta.
Hechas estas observaciones, paso ya a analizar la forma de socialismo a la que, tal como se nos presentan, están programáticamente ligados hoy en día los partidos socialistas de masas, o sea, los partidos socialdemócratas. El documento básico de este socialismo es el Manifiesto comunista del año 1847, publicado y difundido en enero de 1848 por Karl Marx y Friedrich Engels. Por su índole, y a pesar de que no estamos de acuerdo con varias de sus tesis fundamentales (por lo menos yo no lo estoy), este documento representa un logro científico de primera magnitud. Eso hay que reconocerlo, eso es algo que uno no puede negar, porque nadie se lo creería y porque nadie podría negarlo en conciencia. En sus mismas tesis que hoy rechazamos se revela cómo un error de gran altura intelectual, que políticamente ha tenido vastas y quizá no siempre gratas consecuencias, pero que ha reportado muy fructíferas repercusiones en el ámbito científico —más fructíferas que las que ha tenido no pocas veces una verdad sin ingenio—. Una cosa hay que decir ya desde un principio del Manifiesto comunista: se abstiene de moralizar cuando menos en su intención, que no siempre en su ejecución. Nada más lejos de la intención de sus autores —así lo afirman ellos, por más que en realidad eran hombres muy apasionados y no siempre fueron fieles a su propósito— que clamar contra la maldad y bajeza del mundo. Ni consideraban tampoco que su misión era la de decir si el mundo es así o asá, que había que cambiarlo y que habría que hacerlo de ésta o aquella manera. Sino que el Manifiesto comunista es un documento profético; profetiza el ocaso de la economía privada, de lo que se suele llamar la organización capitalista de la sociedad, y vaticina la sustitución de esta sociedad, por lo pronto —como fase de transición —, por una dictadura del proletariado. Pero tras este estado provisional se halla luego la verdadera esperanza final: el proletariado no puede liberarse a sí mismo de la esclavitud sin poner fin a todo dominio del hombre sobre el hombre. Esta es la auténtica profecía, la tesis capital de este manifiesto, que de no ser por ella no se habría escrito nunca, ni tampoco habría alcanzado jamás su enorme repercusión histórica. ¿Cómo llegará a hacerse realidad esta profecía? En uno de los pasajes centrales del manifiesto se explica cómo: el proletariado, la masa de los obreros se adueñará al principio del poder político mediante sus dirigentes. Pero ésta es una situación transitoria que, como allí se dice, desembocará en una «asociación de los individuos»; éste es, pues, el estadio final.
Cómo sera esta asociación no lo dice el Manifiesto comunista, no lo dice ningún programa de ningún partido socialista. La única información que se nos da al respecto es que eso no se puede saber de antemano. Todo lo más que cabe decir es lo siguiente: esta sociedad actual esta condenada a desaparecer, desaparecerá por ley natural, sera reemplazada en un primer momento por la dictadura del proletariado. Pero sobre lo que vendrá después, sobre eso no se puede hacer ningún vaticinio, como no sea el de que desaparecerá el dominio del hombre sobre el hombre.
¿Qué razones se aducen, pues, en favor del hundimiento inevitable por ley natural de la sociedad actual? Porque, por rigurosa ley natural, se cumplirá esta patética profecía —así rezaba su segunda proposición cardinal, que le mereció la fe jubilosa de las masas—. Engels utilizó una vez la siguiente imagen: de la misma manera que, en su día, se precipitará el planeta Tierra en el Sol, así está también condenada a desaparecer esta sociedad capitalista. ¿Qué razones se aducen para ello?
La primera es ésta: una clase social como la burguesía, entendida en primer lugar como el conjunto de empresarios y de todos cuantos viven directa o indirectamente en comunidad de intereses con aquéllos, una clase dominante así sólo podrá mantener su poderío si es capaz de asegurarle a la clase sojuzgada —que son los obreros asalariados— por lo menos el puro mínimo existencial. Así ocurrió en el caso de la esclavitud, afirman los autores; eso mismo pasó también en la época feudal, etc. La gente tenía asegurada cuanto menos la subsistencia, y por eso se pudo mantener el dominio sobre ella. Pero eso es algo de lo que no es capaz la burguesía moderna. Y no lo es, porque la competencia mutua obliga a todo empresario a vender cada vez más barato que los demás y, como consecuencia de la adquisición de nuevas máquinas, a arrojar una y otra vez obreros a la calle, quitandoles el pan. Los empresarios necesitan tener a su disposición un amplio contingente de parados —el así llamado «ejército de reserva industrial»— del que poder reclutar en todo momento el caudal, por grande que sea, de obreros para sus empresas, y la automatización mecánica es, precisamente, la que crea dicho caudal. Pero eso trae como consecuencia —así lo creía aún el Manifiesto comunista— la aparición de una clase cada vez más numerosa de parados habituales, de paupers, que queda por debajo del mínimo existencial, de manera que el proletariado ya no cuenta con la garantía de que este orden social podrá asegurarle siquiera la pura supervivencia. Cuando eso ocurre, se hace insoportable una sociedad, es decir, llega un momento en que acaba por desmoronarse por vía de una revolución.
Esta así llamada teoría de la depauperación, en esta forma, es tenida hoy expresamente y sin excepciones por incorrecta por parte de todos los grupos de la socialdemocracia. En la edición hecha con motivo del aniversario del Manifiesto comunista, su realizador, Karl Kautsky, reconoce explícitamente que el desarrollo que han tenido las cosas no ha ido por este camino, sino por otro. La tesis es formulada en términos distintos, aunque, dicho sea de paso, tampoco en su nueva forma deja de ser controvertida; de cualquier modo, se le ha limado el carácter patético que antes tenía. Mas sea como fuere, ¿en qué se basan las posibilidades de éxito de la revolución? ¿No resultará quizá que está condenada siempre de nuevo al fracaso?
Con ello pasamos al segundo argumento: la competencia de los empresarios entre sí se resuelve con la victoria del más fuerte en cuanto a capital y talento comercial; pero principalmente en cuanto a capital. Eso lleva a que el número de empresarios sea cada vez más pequeño, pues van siendo eliminados los más débiles. Cuanto más reducido queda, mayor se hace la masa de proletarios, en términos relativos y absolutos. Alguna vez tiene que ocurrir, sin embargo, que los empresarios serán tan pocos, que ya no les resultará posible mantener su poder, con lo que entonces se podrá expropiar incluso muy pacífica y cortésmente —digamos que a cambio de una pensión vitalicia— a estos expropriateure, pues acabarán por darse cuenta de que les arde el suelo bajo los pies de tal manera, y de que se han quedado tan pocos, que ya no van a poder conservar su posición dominante.
Esta tesis sigue siendo defendida todavía hoy, aunque algo modificada en su formulación. No obstante, resulta evidente que, por lo menos en la actualidad, no posee de ninguna manera una validez general. Primero, no vale para la agricultura, donde, por el contrario, se ha producido muy a menudo un sensible aumento del número de agricultores. Y segundo, no es que sea falsa, pero está probado que sus consecuencias son distintas de las esperadas en lo que respecta a muchos sectores de la industria, donde la simple reducción de los empresarios a un número más pequeño no agota todo el fenómeno. La eliminación de los débiles de capital ocurre en forma de una sujeción a sociedades de financiación, a carteles o trusts. Por otro lado, en el marco de estos procesos tan complejos se produce, para empezar, un hecho como el del rápido aumento de los «empleados», esto es, de la burocracia privada —que, de acuerdo con las estadísticas, crece con mucha más rapidez que la cifra de obreros—, cuyos intereses no puede decirse que se inclinen hacia el lado de una dictadura proletaria. Luego está, además, la creación de interconexiones de intereses tan ramificadas y de naturaleza tan intrincada, que por ahora no se puede afirmar, en absoluto, que el volumen y el poder de los directa e indirectamente interesados en que perdure el orden burgués estén disminuyendo. De cualquier modo, tal como de momento se presentan las cosas, no se podría asegurar categóricamente que en el futuro vaya a haber un grupo aislado de media docena, o de centenares o miles de magnates capitalistas frente a millones y más millones de proletarios.
Tercero, finalmente, estaba la hipótesis relativa a las repercusiones de las crisis. Dado que los empresarios compiten entre sí —y ahora viene en los escritos socialistas clásicos una polémica de gran interés, pero enredada, que quiero ahorrarles a ustedes aquí—, es inevitable que surjan una y otra vez épocas de exceso de producción, a las que sigan otras respectivas de bancarrotas, quiebras y las así llamadas «depresiones». Estas épocas Marx —sólo insinúa en el Manifiesto comunista, pero más tarde se ha hecho de eso una teoría totalmente elaborada — se suceden unas a otras con una constante y periódica regularidad. Y de hecho se ha dado durante casi un siglo una cierta periodicidad en tales crisis. ¿A qué hay que atribuirlo?; sobre este punto no están totalmente de acuerdo los expertos más destacados de nuestra especialidad, y por eso sería absolutamente superfluo intentar explicarlo aquí.
En estas crisis fundaba sus esperanzas el socialismo clásico. Sobre todo, en que por ley natural aumentarían en intensidad, en fuerza destructiva y generadora de una tremenda predisposición revolucionaria; en que se repetirían, se multiplicarían y, en un momento dado, crearían un clima tal, que ni siquiera en los propios círculos no proletarios se haría ya nada por mantener este sistema económico.
Hoy en día se han abandonado, en esencia, estas esperanzas. No es que haya desaparecido, en absoluto, el peligro de crisis, pero sí ha perdido su relativa importancia desde que los empresarios han pasado de una competencia despiadada a la creación de carteles, o sea, desde que se dedican a eliminar a los competidores mediante una regulación de los precios y de las ventas, y desde que los grandes bancos —también el Reichsbank alemán, por ejemplo—, con su política de créditos, procuran que los períodos de excesiva especulación sean mucho menos frecuentes que antes. Así pues, no es que se pueda decir que esta tercera expectativa del Manifiesto comunista y de sus seguidores no se ha confirmado, pero sí que sus presupuestos han quedado modificados de modo decisivo.
Las muy patéticas esperanzas puestas por el Manifiesto comunista en el hundimiento de la sociedad burguesa han sido sustituidas, pues, por otras bastante más sobrias. En esa línea está, en primer lugar, la teoría de que el socialismo vendrá espontáneamente por la vía de la evolución, en razón de que la producción económica se esta «socializando» cada vez más. Con ello se quiere significar que la sociedad anónima, con sus altos ejecutivos, sustituye a la persona del empresario individual; que se crean empresas estatales, municipales, de mancomunidades, que ya no están montadas como antes sobre el riesgo y los beneficios de una sola persona o de un empresario privado. Eso es verdad, aunque hay que añadir que tras la sociedad anónima se esconden muy a menudo uno o varios magnates financieros, que controlan la junta general de accionistas: todo accionista sabe que, poco antes de una junta general, le llegará una carta de su banco pidiéndole que le traspase el derecho de voto, si es que no quiere asistir y votar personalmente, cosa que, por lo demás, de bien poco le serviría frente a un capital de millones de coronas. Pero lo que significa, sobre todo, esta forma de socialización es, por un lado, un crecimiento del cuerpo administrativo, de los empleados comercial y técnicamente especializados; por otro, un aumento de los rentistas, esto es, del conjunto de quienes sólo perciben dividendos e intereses y que, a diferencia del empresario, no necesitan realizar para ello ningún esfuerzo intelectual, pero que por su afán de lucro se mantienen afectos al orden social capitalista. Más que en cualquier otra parte y de manera más absoluta, empero, en las empresas públicas y de las mancomunidades manda el funcionario, no el trabajador, a quien evidentemente le resulta más difícil aquí conseguir algo con una huelga que frente a empresarios privados. La dictadura del funcionariado, no la del obrero, es la que —por lo menos de momento se encuentra en pleno avance.
Lo segundo es la esperanza de que las máquinas —por razón de que provocan la sustitución de los antiguos especialistas, del artesano especializado y de los obreros altamente cualificados, como los que llenaban las filas de los tradicionales sindicatos ingleses, las Trade Unions, por obreros no cualificados y, en consecuencia, hacen que cualquiera sea capaz de trabajar en no importa qué máquina— darán una cohesión tal a la clase obrera, que desaparecerá la antigua división en distintas profesiones, se reforzara al máximo la conciencia de esta unidad y ello redundara en provecho de la lucha contra la clase poseedora. A esto no se puede dar una respuesta general. Es cierto que la máquina amenaza con sustituir en muy gran medida precisamente a los obreros mejor pagados y cualificados, pues es natural que toda industria trate de introducir justamente aquellas máquinas que reemplazan a los obreros más difíciles de conseguir. El grupo que mayormente crece dentro de la industria actual es el de los así llamados «obreros de capacitación acelerada», o sea, no los obreros cualificados según el antiguo sistema de especialización profesional, sino los que son puestos a trabajar directamente en una máquina y se les explica allí cómo manejarla. Aunque, después de todo, también de ellos se podría decir que son especialistas en buena medida. Hasta que un tejedor de cualificación acelerada, por ejemplo, alcanza el nivel más alto de aprendizaje, es decir, hasta que saque para el empresario el máximo rendimiento de la máquina y él mismo gane el salario más alto posible, transcurren de todos modos algunos años. Cierto: en otras clases de obreros el tiempo de aprendizaje específico es mucho más corto que en el ejemplo puesto aquí. De cualquier modo, sin embargo, el incremento de obreros de capacitación acelerada supone, ciertamente, un sensible debilitamiento de la especialización profesional, pero de ninguna manera su eliminación. Por otro lado, no es menos cierto que se intensifica dicha especialización y crece la exigencia de una mayor cualificación profesional en todos aquellos niveles de la producción que están por encima del de los simples obreros, llegando hasta la altura del capataz y del jefe de taller, al tiempo que aumenta el número relativo de personas en ellos situadas. Aunque es verdad que también en este caso no pasan de ser «esclavos asalariados». Lo que ocurre es que, por regla general, no perciben un salario a destajo o a la semana, sino un sueldo fijo, y, sobre todo, que el obrero odia más al capataz, que continuamente le esta curtiendo el lomo, que al empresario, y a éste más que al accionista, a pesar de que el accionista percibe unos ingresos no trabajados, mientras que el empresario ha de realizar un trabajo intelectual muy arduo, y el capataz está en una situación mucho más similar a la del obrero que todos los otras. Esto es algo que también sucede en el ejército: por lo general, y tal como yo he podido observar, es el sargento quien mayores antipatías atrae hacia sí, o por lo menos quien más expuesto está a ello. De cualquier forma, el desarrollo de toda la clase en su conjunto esta lejos de ser claramente proletario.
Por último, se aduce el argumento de la creciente estandardización, es decir, de la homogeneización de la producción. Parece que en todas partes —y precisamente la guerra constituye en eso un poderoso estímulo— se tiende a hacer los productos cada vez más equiparables e intercambiables entre sí, a esquematizar lo más posible los negocios. Se dice que sólo en la esfera más alta de los empresarios, pero también aquí cada vez menos, todavía impera el antiguo espíritu de libre iniciativa del empresario burgués de antaño. Como consecuencia —así se sigue argumentando—, aumenta constantemente la posibilidad de dirigir esta producción incluso sin estar en posesión de las cualidades específicas de las que dice la sociedad burguesa que son imprescindibles para que funcione una empresa. Esto vale de manera especial para los carteles y los trusts, que han puesto un aparato administrativo en sustitución de los empresarios individuales. Eso es, de nuevo, muy cierto. Pero sólo vale con la misma salvedad anterior de que también mediante esta estandardización aumenta la importancia de un determinado estamento social, a saber, el ya indicado de los funcionarios, para pertenecer al cual se requiere una formación muy específica, y que por ello — añadamoslo de paso posee un carácter de clase muy acentuado. No es casual que estemos asistiendo a la multiplicación de escuelas de comercio, de escuelas profesionales, de escuelas técnicas, que brotan por doquier como hongos.
En esto juega un gran papel, por lo menos en Alemania, el deseo de ingresar en una asociación estudiantil, dejarse hacer la característica cicatriz, obtener el derecho de poder cruzar la espada con otros, que hace a uno idóneo para convertirse en oficial de reserva, y adquirir luego, ya en un despacho, la opción preferencial a la mano de la hija del jefe: el deseo, en suma, de entrar en los círculos de la así llamada «sociedad». Nada está más lejos de estos círculos que la solidaridad con el proletariado, del que busca, precisamente, distinguirse lo más posible. De modo no tan acentuado, pero visible, algo parecido vale también para muchos niveles inferiores de estos empleados. Muchos aspiran a conseguir, cuando menos, distintivos de clase semejantes a los anteriores, bien para ellos mismos, bien para sus hijos. En la actualidad, no se puede constatar la existencia de una clara tendencia hacia la proletarización.
Sea como fuere, lo que sí ponen de manifiesto estos argumentos es que la antigua expectativa revolucionaria de una catástrofe, que le confirió en su día al Manifiesto comunista su fuerza arrebatadora, ha cedido el paso a una postura evolucionista, es decir, a la idea de un cambio progresivo de la tradicional economía de competencia masiva entre los empresarios a una economía regulada, bien sea por funcionarios del Estado, bien sea por trusts en que también participen tales funcionarios. Este hecho, que ya no los empresarios individuales y en número cada vez más reducido por causa de la competencia y de las crisis, es el que se presenta ahora como la etapa previa a la auténtica sociedad socialista y manumitida. Este punto de partida evolucionista, según el cual se espera el desarrollo hacia la sociedad socialista del futuro mediante una lenta transformación, ya había ocupado realmente antes de la guerra el lugar de la tradicional teoría de la catástrofe en la mente de los sindicatos y de muchos intelectuales socialistas también. De ahí se sacaron las ya conocidas consecuencias. De ahí surgió el así llamado «revisionismo». Sus propios portavoces eran conscientes, por lo menos en parte, de lo grave que era este paso de quitarles a las masas la fe en la repentina irrupción de un futuro feliz, tal como les había sido presagiado por un evangelio que, igual que a los primeros cristianos, les decía: todavía esta noche puede llegar la salvación. Destronar un credo, y eso eran el Manifiesto comunista y la posterior teoría de la catástrofe, es algo factible; pero luego ya resulta bastante más difícil sustituirlo por otro. De todos modos, sin embargo, el curso de los hechos tomó otro rumbo, y ya hace mucho que ha quedado superada la controversia de fe entablada con la vieja ortodoxia por problemas de conciencia. Fue una polémica en que también se barajaba la cuestión de si la socialdemocracia en cuanto partido debía seguir, y hasta qué extremo, una «política práctica» en el sentido de formar una coalición con los partidos burgueses, de responsabilizarse de la gestión política ocupando cargos ministeriales y, de ese modo, intentar mejorar las actuales condiciones de vida de los obreros, o si eso significaba, por el contrario, una «traición a la clase» y una herejía política, como naturalmente tenía que parecer a los políticos convencidos de la teoría de la catástrofe. Pero entre tanto han surgido otras cuestiones de fondo que han provocado de nuevo la discordia entre las mentes. Vamos a suponer que la economía, por el camino de una progresiva evolución, esto es, de la cartelización, estandardización y dirección a cargo de funcionarios, se viera configurada de tal forma que, en un momento dado, fuera técnicamente posible implantar una reglamentación que eliminara por completo al empresario y viniera a ocupar el puesto de la economía empresarial privada de hoy, es decir, de la economía basada en la propiedad privada de los medios de producción. ¿Quién tendría que ser entonces el que se hiciera cargo de esta nueva economía y tomara su mando? Sobre este particular no dijo nada el Manifiesto comunista, o, mejor dicho, se expresó con mucha ambigüedad.
¿Qué contextura tendría esa «asociación» de que en él se habla? ¿Qué podría aportar especialmente el socialismo en cuanto a células germinales de dichas organizaciones, para el caso de que se le brindara realmente la oportunidad de hacerse alguna vez con el poder y de mandar a voluntad? En el ámbito del Reich alemán, y de hecho también en todas partes, tiene dos clases de organizaciones. Primero, esta el partido político de la socialdemocracia con sus diputados, redactores fijos, funcionarios y delegados, más las agrupaciones locales y centrales que se encargan de elegir o emplear a todos ellos. Segundo, los sindicatos. Cualquiera de ambas organizaciones puede adoptar indistintamente lo mismo un carácter revolucionario que uno evolucionista. Y precisamente en torno a esto, de qué carácter tienen y cuál se piensa y se desea que tengan en el futuro, gira la polémica.
Si partimos de la expectativa revolucionaria, se nos presentan dos posturas contrapuestas. La primera sería la del marxismo normal y corriente, enraizada en la vieja tradición del Manifiesto comunista. Lo esperaba todo de la dictadura política del proletariado, y creía que había que considerar como exponente de éste la organización política en forma de partido, inevitablemente estructurada en esencia con vistas a la lucha electoral. El partido, o un dictador político apoyado en él, debería hacerse cargo del poder y, a partir de ahí, habría de procederse a reorganizar la sociedad.
Los adversarios contra los que se dirigía esta tendencia revolucionaria eran, en primer lugar, todos aquellos sindicatos que no respondían a la idea de sindicato en el tradicional sentido inglés, es decir, que no mostraban ningún interés por estos planes para el futuro, porque les parecían demasiado lejanos, sino que querían, primero que nada, conquistar unas condiciones de trabajo que les aseguraran a ellos y a sus hijos la subsistencia: salarios elevados, jornada laboral corta, protección del obrero, etc. Contra este tipo de sindicatos, por un lado, dirigía sus ataques dicho marxismo político radical; por otro lado, contra la adopción en exclusividad por parte del socialismo de la política parlamentaria basada en el compromiso; contra lo que se ha calificado de «millerandismo» desde que Millerand fue nombrado ministro en Francia. Esa es una política, se decía, que lleva a que dirigentes y mandos intermedios se interesen mucho más por una cartera ministerial o un cargo oficial que por la revolución. Junto a esta postura «radical» y «ortodoxa» en sentido tradicional ha surgido en el transcurso de la última década una segunda, comúnmente llamada «sindicalismo», denominación que procede de la palabra francesa syndicat, que es lo que en alemán decimos Gewerkschaft. De la misma manera que el antiguo radicalismo propugnaba una interpretación revolucionaria de los fines de la organización política como partido, el sindicalismo también propugna una interpretación revolucionaria de los sindicatos. Su punto de partida es que no han de ser ni la dictadura política, ni los dirigentes políticos, ni los funcionarios puestos por ellos en sus cargos, sino los sindicatos y su confederación los que, cuando llegue el gran momento, se han de hacer con el mando de la economía por la vía de la llamada action directe. El sindicalismo tiene su origen en una concepción más rígida del carácter clasista del movimiento; ninguna clase, sino la clase obrera es la que debe ser portadora de la liberación definitiva. Por contra, todos los políticos que van de aca para alla por las capitales y únicamente se preocupan de cómo están las cosas en este o aquel ministerio, o de qué posibilidades tiene tal o cual coyuntura política, son interesados políticos, pero no camaradas de clase. Detrás de su interés esta siempre el egoísmo propio de redactores y funcionarios privados, que quieren sacar tajada del número de votos ganados. El sindicalismo rechaza todos estos intereses ligados al sistema electoral parlamentario moderno. Sólo los verdaderos obreros, organizados en los sindicatos, pueden crear la nueva sociedad. Fuera, pues, con los políticos profesionales, que viven para —y eso significa en pura verdad de— la política y no para la instauración de la nueva sociedad económica. Los recursos típicos de los sindicalistas son la huelga general y el terror. La huelga general, de la que esperan que, por obra de una repentina paralización de toda la producción, acabará por obligar a los afectados, primordialmente a los empresarios, a renunciar a la dirección de las fabricas y a ponerla en manos de los comités formados por los sindicatos. El terror, en parte proclamado abiertamente, en parte de manera encubierta, aunque también hay quienes lo rechazan —en este punto no hay unanimidad de criterios—, que esta organización debe llevar a las capas sociales dominantes para neutralizarlas políticamente. Naturalmente, este sindicalismo es idéntico a esa clase de socialismo que se declara enemigo total y sin contemplaciones de cualquier forma de organización militar, pues toda organización militar crea gente interesada, y no sólo hasta el nivel de los suboficiales, sino incluso hasta el del simple soldado, cuya subsistencia, por lo menos durante un cierto tiempo, depende de que funcione la maquinaria estatal y militar; es decir, que o está decididamente interesada en que fracase la huelga general, o cuando menos constituye un estorbo para la misma. Sus enemigos son, en primer lugar, todos los partidos socialistas que actúan en el Parlamento. De todo lo más que podría quizá servirles el Parlamento a los sindicalistas sería de tribuna desde la que, amparados en la inmunidad parlamentaria, proclamar que llegará, que tiene que llegar, la huelga general, y excitar las pasiones revolucionarias de las masas. Pero incluso eso mismo desvía al sindicalismo de su verdadera misión, y por ello resulta cuestionable. Desde esta perspectiva, dedicarse en serio al quehacer político en el Parlamento es no sólo una necedad, sino algo sencillamente repudiable. También son adversarios suyos, lógicamente, todos los evolucionistas de la índole que sean: miembros de sindicatos, por ejemplo, que sólo quieren lanzarse a la lucha para mejorar las condiciones de trabajo; al contrario, argumentaran los sindicalistas: cuanto más bajos sean los salarios, cuanto más larga sea la jornada laboral, cuanto más insoportable sea realmente la situación, tanto mayores serán las posibilidades de una huelga general. O los evolucionistas que propician la política de partido, y dicen: el Estado se encamina hoy hacia el socialismo gracias a la creciente democratización, por la que sienten los sindicalistas la mayor repugnancia; el zarismo les resulta más grato incluso. Naturalmente, esto no es para los sindicalistas más que una torpe forma de engañarse a sí mismos, cuanto menos.
La pregunta crítica que aquí surge es ésta: ¿De dónde esperan los sindicalistas poder reclutar los elementos que deben hacerse cargo de la dirección de la producción? Pues, lógicamente, sería un grave error creer que un sindicalista, por muy adiestrado que esté, por muchos años que haya estado trabajando y por muy bien que conozca las condiciones de trabajo, sólo por eso domina ya el sistema de producción como tal, siendo así que la producción industrial moderna se basa en el calculo de costes, en la mercadotecnia, en el conocimiento de la situación de la demanda, en la formación profesional técnica —cosas todas ellas que requieren una experiencia cada vez más especializada y que los sindicalistas, los verdaderos obreros, no tienen, sencillamente, posibilidad ninguna de aprender—. De manera que, lo quieran o no, tampoco ellos pueden prescindir, por su parte, de no-obreros, de ideólogos provenientes de las clases intelectuales. Y en verdad resulta chocante que, en abierta contradicción con la consigna de que la solución sólo puede venir de los verdaderos obreros organizados en la confederación sindical, y no de los políticos o de gente de fuera, precisamente en el seno del movimiento sindicalista, que tuvo su foco principal antes de la guerra en Francia y en Italia, se mueve una cantidad ingente de intelectuales con estudios. El romanticismo de la huelga general y el romanticismo de la esperanza revolucionaria como tales es lo que cautiva a estos intelectuales. Si uno los observa, apreciará que se trata de románticos incapaces psíquicamente de adaptarse a la vida ordinaria de cada día y a sus exigencias, o que sienten una aversión hacia ella, y por eso suspiran por la gran maravilla revolucionaria, y, si se presenta la ocasión, por verse ellos mismos en el poder. Por supuesto, también entre ellos existe gente con dotes de organización. Pero la pregunta es si los obreros estarían dispuestos a someterse precisamente a su dictadura. Es verdad que en una guerra, con todas las colosales conmociones que entraña y los avatares que en ella sufren los obreros, máxime bajo la presión del hambre, puede ocurrir que también las masas obreras se sientan fascinadas por ideas sindicalistas y que, de disponer de armas, se hagan con el poder bajo la guía de tales intelectuales siempre que el desmoronamiento político y militar del Estado les ofrezca la ocasión para ello. Pero lo que no acierto a descubrir ni entre los propios miembros de los sindicatos, ni entre los intelectuales de ideas sindicalistas, son los elementos capaces de dirigir la producción en tiempos de paz. El gran experimento de hoy en día lo constituye Rusia. El problema radica, empero, en la actualidad en echar una mirada tras sus fronteras para ver cómo se realiza en la práctica la dirección de la producción. Por lo que uno puede oír, las cosas se han puesto de tal modo, que el gobierno bolchevique, que, como bien es sabido, se compone de intelectuales, algunos de los cuales han estudiado aquí en Viena y en Alemania, y entre los que sólo se encuentran algunos rusos, se está dedicando ahora a introducir de nuevo en las fabricas que aún funcionan de alguna forma —según informaciones de los socialdemócratas, la producción actual no alcanza más que un diez por ciento de la de los tiempos de paz— el sistema de salario a destajo, con el argumento de que, de no ser así, se resiente la productividad. Están dejando a los empresarios a la cabeza de las empresas —porque sólo ellos poseen los conocimientos técnicos necesarios— y les dan subvenciones muy importantes. Además de eso, han decidido volver a pagar sus correspondientes sueldos de oficial a militares del antiguo régimen, porque precisan de un ejército y han visto que no es posible tenerlo sin mandos de carrera. De lo que ya no estoy seguro es de si estos oficiales, una vez hayan recuperado el mando sobre las tropas, seguirán dispuestos a aceptar por más tiempo las directrices de estos intelectuales; aunque la verdad es que, por ahora, no les queda más remedio que hacerlo. Finalmente, y a base de quitarles la cartilla de racionamiento, han obligado a trabajar para ellos a una parte de los funcionarios públicos. A largo plazo, sin embargo, no se puede dirigir de esta manera el aparato estatal y la economía. Muy alentador no resulta hasta ahora el experimento.
Lo único sorprendente es que esta organización se mantenga tanto tiempo en funcionamiento. Si lo puede conseguir, es porque se trata de una dictadura militar, ciertamente no de los generales, sino de los sargentos, y porque los soldados que volvían del frente cansados de la guerra se unieron a los campesinos ávidos de tierras y acostumbrados al comunismo agrario o porque los soldados se apoderaron por las armas de las aldeas, imponiendo luego una contribución y fusilando a cualquiera que les llevara la contraria . Este es el único experimento verdaderamente importante de una «dictadura del proletariado» que se ha hecho hasta el presente, y se puede decir con absoluta franqueza que las negociaciones de Brest-Litowsk fueron llevadas por parte alemana con la mayor rectitud, con la esperanza de que se podría llegar a una verdadera paz con esa gente. Y se hizo así por varias razones: los interesados en su realización, asentados en una concepción burguesa de la sociedad, estaban a favor porque se decían: dejadles, por todos los santos, que hagan su experimento, porque, como es seguro que va a fracasar, servirá de escarmiento ejemplar; otros, por nuestra parte, porque nos decíamos: si sale bien este experimento y podemos comprobar que ese suelo es apto para el cultivo, entonces se nos habrá convertido.
Quien ha impedido que sucediera así ha sido el señor Trotsky, que no quería contentarse con llevar a cabo dicho experimento en su propia casa y con poner sus esperanzas en que, de salir bien, supusiera una propaganda sin igual en todo el mundo a favor del socialismo. Con la típica vanidad del intelectual ruso quería aún más, y confiaba en poder desatar la guerra civil en Alemania a base de duelos retóricos y de abusar de palabras como «paz» y «autodeterminación»; pero estaba tan mal informado, que no sabía que el ejército alemán se recluta por lo menos en dos terceras partes de gente venida del medio rural, y en una sexta de pequenos burgueses, para quienes sería un verdadero placer poder darles en las narices a los obreros o a todo aquel que quisiera hacer tales revoluciones. Con guerreros de la fe no se puede pactar la paz; lo único que se puede hacer con ellos es neutralizarlos, y ése es el sentido que tenían el ultimatum y la paz impuesta a la fuerza en Brest. Así lo tienen que reconocer todos los socialistas, y la verdad es que no sé de ninguno, sea cual sea su orientación, que no lo reconozca cuanto menos en su interior.
Si ocurre, pues, que uno se ve envuelto en una discusión con socialistas de hoy y quiere proceder con honradez —y eso es lo único sensato, también— , hay que plantearles ante la situación actual estas dos preguntas: la primera es qué postura adoptan respecto al evolucionismo, es decir, respecto a la idea, que constituye un dogma fundamental del marxismo tenido por ortodoxo hoy en día, de que la sociedad y su orden económico se desarrollan de acuerdo con rígidas leyes naturales, por edades de crecimiento, por así decirlo; en consecuencia, pues, de que nunca ni en ninguna parte puede darse una sociedad socialista antes de que la Sociedad burguesa haya alcanzado su plena madurez —y eso es algo que, incluso en opinión de los propios socialistas, no ocurre todavía en ningún sitio, pues aún quedan pequenos propietarios agrícolas y artesanos—. Ante la pregunta de qué piensan los socialistas sobre este dogma fundamental de la evolución, se podrá comprobar que, por lo menos fuera de Rusia, todos ellos se mantienen fieles al mismo, es decir, que todos ellos, incluidos también los más radicales, esperan como única consecuencia posible de una revolución el surgimiento de un orden social burgués, que no de uno gobernado proletariamente, porque los tiempos todavía no están maduros para este segundo. Lo que pasa es que se tiene la esperanza de que dicho nuevo orden social estará algunos pasos más cerca de ese estadio final desde el que, en eso se confía, ocurrirá en su momento la transición al orden socialista del futuro.
Preguntado en conciencia, eso es lo que responderá todo intelectual socialista que sea sincero. Hay también un fuerte grupo de socialdemócratas dentro de Rusia, los así llamados mencheviques, que mantienen la opinión de que este experimento bolchevique de querer incrustar desde fuera un orden socialista en la sociedad burguesa tal como se encuentra hoy no es solamente una insensatez, sino un sacrilegio contra el dogma marxista. El extremado odio que ambas partes se tienen mutuamente arranca de esta acusación de herejía.
Si resulta, pues, que la inmensa mayoría de los dirigentes, por lo menos todos los que yo he llegado a conocer hasta ahora, se mantienen sobre esta base evolucionista, está justificada, lógicamente, la pregunta de qué es lo que, desde su punto de vista, puede reportar en definitiva una revolución en estas circunstancias, máxime durante la guerra. La guerra civil es lo que puede traernos, y, con ello, quizá la victoria de la Entente, pero de ninguna manera una sociedad socialista; puede dar lugar, y lo dará, a la creación en el seno del Estado, poco más o menos desmoronado, de un gobierno de campesinos y pequeño-burgueses afectados en sus intereses por la guerra; esto es, un gobierno de los adversarios más radicales de todo socialismo. Nos traería, sobre todo, una destrucción de capital y una desorganización tremendas, o sea, un retroceso en el desarrollo social exigido por el marxismo, que presupone, precisamente, la existencia de una economía con un grado cada vez mayor de saturación de capital. Porque hay que tener en cuenta que el campesino europeo occidental es de otro talante que el ruso, que vive dentro de su comunismo agrario. Lo decisivo para éste es la cuestión del reparto de tierras, que entre nosotros no juega absolutamente ningún papel. El campesino alemán es, por lo menos hasta hoy, un individualista y se siente muy pegado a su heredad y a su tierra. Difícilmente se le podrá hacer cambiar de actitud. Y si se siente amenazado en este punto, antes se aliará con los grandes terratenientes que con los obreros socialistas radicales.
Así pues, desde el punto de vista de las esperanzas socialistas para el futuro, las perspectivas de que se pueda hacer ahora durante la guerra una revolución, o las que ofrece para el caso de que tuviera éxito, son de lo más desfavorables que uno se pueda imaginar. Lo que podría reportar, en el mejor de los supuestos, un acercamiento de la constitución política a la deseada democracia, eso mismo le quitaría al socialismo por culpa de las consecuencias económicas reaccionarias que necesariamente tendría. Tampoco esto puede negarlo ningún socialista sincero.
La segunda cuestión atañe a la paz. Todos nosotros sabemos que, hoy en día, el socialismo radical es asociado por las masas a tendencias pacifistas, al deseo de que se llegue a una paz lo antes posible. Pero hay un hecho indiscutible, que, de preguntarselo a cualquier dirigente de la socialdemocracia radical, o sea, de la verdaderamente revolucionaria, tendrá que admitir honradamente: la paz no es para él, para el dirigente, lo decisivo, lo que a él le interesa. Puesto ante la alternativa de elegir entre una guerra que dure todavía tres años más y la revolución después, por un lado, y la paz inmediata sin revolución, por otro —si es absolutamente franco— tendrá que decir que son partidarios, naturalmente, de los tres años de guerra. El vera cómo se las compone con su fanatismo y con su conciencia. La cuestión es aquí, sin embargo, si la mayoría de los soldados, que son los que tienen que aguantar fuera en el campo de batalla, también los socialistas, son de la misma opinión que los dirigentes que les impongan una cosa así. Y, por supuesto, es algo absolutamente honrado y de toda justicia ponerles en el disparadero haciendo que se quiten la careta. Es cierto y por todos reconocido que Trotsky no ha querido la paz. Eso no lo niega ya ningún socialista, que yo sepa. Pero lo mismo vale también para los dirigentes radicales de todos los demás Estados. Puesto ante dicha alternativa, tampoco ellos querrían la paz por encima de todo, sino la guerra, si ésta favoreciera la revolución, es decir, la guerra civil. La guerra, pues, al servicio de la revolución, a pesar de que, como ellos mismos dicen —lo repito una vez más—, esta revolución no puede conducir a la sociedad socialista, sino todo lo más —y ésa es la única perspectiva— a un estadio de desarrollo de la sociedad burguesa «más alto» desde el punto de vista socialista; a un estadio, por tanto, que esté algo más cerca que el actual de la sociedad socialista que se espera ha de llegar en un cierto momento futuro; lo que ya no se puede decir es cuánto más cerca está. La verdad es que, precisamente por la razón aducida, se trata de una esperanza muy incierta.
Toda discusión con socialistas y revolucionarios convencidos resulta siempre algo desagradable. La experiencia que tengo es que no es posible llegar a convencerlos nunca. Lo más que puede hacerse con ellos es forzarlos ante sus propios seguidores a tomar una postura clara sobre, primero, la cuestión de la paz, y, segundo, sobre el problema de qué es lo que, en definitiva, se espera conseguir con la revolución; por tanto, pues, sobre el asunto de la evolución por etapas, que sigue siendo todavía hoy un dogma del marxismo auténtico, y que sólo ha sido rechazado en Rusia por una secta autóctona de las de allí, que creía que Rusia podría saltarse sin más los estadios de desarrollo de la Europa occidental. Esta es una forma de proceder absolutamente correcta, y la única eficaz o posible. Porque, en mi opinión, no existe ningún medio capaz de desarraigar las convicciones y esperanzas socialistas. La cuestión es únicamente si este socialismo es de tal naturaleza que resulta tolerable desde el ángulo de los intereses del Estado y, sobre todo en el momento presente, desde el ángulo de los intereses militares. Hasta ahora no ha habido ningún régimen, tampoco ninguno proletario, por ejemplo el de la Comuna de París o el actual de los bolcheviques, que no haya recurrido a la ley marcial en aquellas ocasiones en que estaban en peligro los fundamentos de su disciplina. Hay que agradecerle al señor Trotsky que haya tenido la franqueza de reconocerlo. Ahora bien: cuanto más fuerte se afiance entre los soldados el convencimiento de que el proceder de las instancias militares está determinado únicamente por el interés objetivo de mantener la disciplina, y no por otros intereses de clase o de partido, es decir, de que en la guerra sólo sucede lo que es objetivamente inevitable, tanto más inconmovible se mantendrá la autoridad militar.
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